Auto Biografía: Los caminos de la vida

Por Fernando Miranda

21/04/2015

Fernando Miranda

Fernando Miranda es un peridosta especializado en la industria automotriz, amante del futbol (en especial de River Plate) y pasante de jugador de tenis. Parte de su vida profesional se dio en México, en donde estuvo a cargo de la revista número uno, en sus años más brillantes: Automóvil Panamericano. Hoy, radicado en Brasil, ha decidido compartirnos un poco más de sus experiencias con los autos y de su larga trayectoria en el periodismo. Que lo disfuten. – Alejandro Saldívar

 

Una vez un profesor de filosofía en la facultad me dijo que la suerte era el cruce exacto entre la oportunidad y la preparación. Considerándolo en retrospectiva, hoy veo a ese hombre como un sabio. Muchísimos estudiantes de periodismo me han preguntado cómo fue que empecé en estas lides de los autos. La verdad es que tuvo una enorme dosis de casualidad y otra gran cuota de suerte, entendiendo la suerte como aquel profesor me enseñó.

 

Como ocurre con casi todos los de aquella generación (hoy la industria se ha transformado en un mega negocio y las condiciones variaron mucho) todo comenzó con las carreras. En aquellos tiempos todavía había algo de bohemia, de pasión por los autos. Que además fuera nuestra forma de vida era secundario. La redacción era un club. Terminábamos con nuestras tareas y nos quedábamos hablando… de autos!  Salíamos con las novias y hablábamos… de autos! Y todo era… de autos! Cuando dirigía la revista AUTOMOVIL PANAMERICANO en México, me indignaba si a las seis dejaban sus computadoras como si se tratara de empleados estatales. No se puede concebir esta profesión sin pasión.

 

Pero volvamos a los inicios. A mis jóvenes 18 años era un pésimo mecánico de un equipo de la Fórmula Renault Argentina, mientras mal asistía a clases en la universidad de economía porque decir que estudiaba es una falta de respeto a los estudiantes. El equipo carecía de recursos y cada viaje era una aventura cuyo final podía sorprender al más imaginativo cuentista. Habiendo dejado economía ya había entrado en la facultad de periodismo, con lo que mis veleidades de escritor habían comenzado a aflorar. Un día junté al equipo y les dije que en el siguiente viaje escribiría un diario para que el mundo fuera testigo de los esfuerzos que hacíamos para volver amargados a nuestras casas una y otra vez.

 

El destino, implacable y certero, sabía por qué hacía eso. Nos pasó de todo. Demoramos tres días para hacer mil kilómetros, el auto de carrera volvió detonado tras un accidente múltiple provocado por nuestro piloto, comimos huevos duros durante tres días porque no teníamos dinero ni para pan (eso sí, para un juego de neumáticos nuevo nunca faltaba), llovió como para que Noé tuviera malos recuerdos y la mitad del agua que caía entraba en el ómnibus que nos trasladaba. Un desastre.

 

En una de nuestras tantas paradas llegó un periodista de la revista Corsa que no podía creer nuestras desventuras minuciosamente plasmadas en un cuaderno manchado por dedos grasientos al que pretensiosamente llamábamos “La bitácora”.  El Negro Neira (tal el nombre de mi padre periodístico) terminó de leerla y me dijo: “¿no quieres escribir en Corsa?” Le dije que no más por vergüenza que por convencimiento y porque en un par de semanas había decidido irme a recorrer Sudamérica con unos cuantos dólares que me había regalado mi abuelo antes de morir. El viejo me había dicho: “ni se te ocurra ahorrarlos. Gástalos en algo que te divierta”. Y le hice caso. De obediente nomás.

 

Cuando volví de ese viaje un año después, con un color mucho más saludable que mis bolsillos, decidí tomar aquella propuesta hecha más de doce meses atrás como válida y me presenté en la redacción como  quién había dejado una conversación inconclusa el día anterior. Por suerte el Negro me recibió con los brazos abiertos y necesitaban a alguien que conociera la Fórmula Renault para escribir las crónicas de las carreras. Al fin de semana siguiente, hice mi primer viaje como cronista. Un hotel de mala muerte y viáticos exiguos fueron la mala paga que recibí por hacer lo que me gustaba.  Fue el comienzo de una historia que duró más de 20 años y que jamás voy a dejar de agradecer.